Cuando yo era chica admiraba profundamente a mi madre por no entender cómo se la ingeniaba para imaginar qué cocinar para el almuerzo y cena cada día. Hoy en día, me sigue asombrando lo mismo, pero de mí misma. ¿Cómo me las arreglo para idear un almuerzo en cinco minutos?. ¿Por qué somos las mujeres las únicas responsables de la decisión del menú cotidiano? ¿Cómo nos las ingeniamos para decidir los menús día a día? ¡Encima, tenemos que cocinar en función de lo que compramos y comprar en función de lo que cocinamos! Si lo pensamos bien, esto no es nada fácil. Lo que pasa es que ya estamos acostumbradas.
Hay madres que ponen un tipo de comida para cada día de la semana, como si la casa fuera un hotel de sindicato: los lunes carne, los martes sopa, los miércoles pescado... Yo personalmente creo que esa es una manera poco creativa de armar el menú.
Mi manera es mucho más artística y equilibrada: me limito a preguntarme qué cociné ayer, para no repetir demasiado, porque los chicos son implacables con ese tema de no probar nada que ya hayan comido hace menos de 24 horas.
No sé como lo hacemos, pero todas las madres tenemos una especie de registro interno en el que vamos sabiendo cuánto hace que a los chicos no les damos fibras y cuánto que no le damos proteínas. Y siempre nos las ingeniamos para dar un menú nutritivo y variado sin repetir y sin soplar.
Pero así como nos sentimos las Van Gogh de las hornallas cuando se nos ocurre hacer algo simple, rico y nutritivo, toda nuestra inspiración se cae en pedazos al escuchar la pregunta fatal: “¿Qué vamos a comer hoy?”, o “¿Qué estás cocinando?”.
Cuando escucho eso, yo tiemblo.
Lo que sigue a esa pregunta es una discusión infinita, una revolución en la casa, protestas, reacciones encontradas, berrinches interminables... ¡un caos!.
No hay respuesta fácil a esta pregunta. Yo más de una vez esquivé la respuesta diciendo: “¿Por qué no vas a ver si llueve?” o “¿Creo que empieza un programa genial por la tele?”. Pero no sirve, porque si no le contestás siempre llega alguno a poner la nariz en tu sartén y pasarle el dato a los demás.
A veces les disfrazo la respuesta: “Preparé criaturas marinas de respiración branquial empanizadas y pasadas por un breve hervor en aceite de girasol”. Esto sólo posterga un poco la reacción de repugnancia natural que se generaría si una dijera derecho viejo “Filet de merluza la milanesa”, pero de ninguna manera evita las protestas.
No hay manera de zafar: contestes lo que contestes, siempre habrá alguien que aplauda y otro que diga “¡Qué porquería, yo no como!” Nunca podés conformar a todos, por eso si decís:
- Ravioles con salsa blanca.
Otro dirá:
- ¡Buenísimo!
Y otro dirá:
- ¡ Puaj, qué asco! Yo no como.
Lo que nos obliga a comenzar una discusión bizantina:
- Vos comés igual.
- Yo como otra cosa.
- Comés lo que hay.
- Esa porquería, no.
- Tenés que comer, y no hay otra cosa.
- Pero de eso no.
- Hoy comés esto y mañana habrá otra cosa.
- A mí no me gusta, así que me voy a mirar la tele..
- Vos te sentás con nosotros a la mesa.
- ¡ Ufa! Me siento, pero no como.
- Te sentás, comés, y te callás la boca.
- ¡Pero no me gusta!
- ¡BASTAAAA!
Una vez en la mesa, tampoco hay manera de pasar una cena “ normal”.
Si lo que hiciste les encanta, comienza una guerra sin cuartel acerca de cuántos ñoquis o milanesas les toca a cada uno, y miden con regla y milimétricamente el largo de cada porción, para asegurarse de que el hermano no coma un átomo más que él.
Si lo que hay no les gusta, usan mil subterfugios para no comer nada:
- No puedo comerlo porque quema
- Bueno, soplalo.
- ¡Ahora está muy frío!
- Te lo caliento.
- ¡Ahora quema otra vez!
- Volvé a soplarlo.
- ¡Se enfrió de nuevo!
- Te lo vuelvo a calentar.
- ¡Ahora está seco y quemado!
- Comelo igual.
- ¡No puedo, se me volcó el agua en el plato!
- Te cambio el plato.
- ¡Se me cayó la comida al piso!
- Levantala.
- ¡Se la comió el perro!
- Servite más.
- ¡Lo de la fuente está frío!
- Te lo caliento.
- ¡Ahora quema!
- Bueno, soplalo.
- ¡Ahora está frío!
Y así otra vez, hasta que los dejemos ir triunfantes sin comer o los agarremos del cogote y les metamos la comida en el esófago con embudo, como se hace con los gansos productores de hígados para paté, a los que se alimenta a la fuerza para que el hígado se agrande y rinda el doble. Lástima que, en nuestro caso, el hígado que se inflama del disgusto es siempre el de una.
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